Academia Colombiana de la Lengua 140 años

La Academia Colombiana, decana de las Academias americanas, fue fundada en 1871 por un grupo de filólogos y escritores de gran prestigio, entre los que sobresalían Rufino José Cuervo, padre de la filología hispanoamericana, y Miguel Antonio Caro. A lo largo de sus 129 años de fructífera vida, esta corporación ha recibido en su seno a ilustres miembros de la política y de la cultura nacional; desde 1960 es asesora oficial del Gobierno de Colombia en materias idiomáticas y ha conseguido que se aprueben varias leyes a favor de la lengua española. Fue la anfitriona del III Congreso de Academias (1960), en el que se presentó y se firmó el Convenio de Bogotá. Entre las personalidades más ilustres que han desfilado por el palacete de Santafé de Bogotá se encuentra el gran ensayista Germán Arciniegas, el latinista José Manuel Rivas Sacconi y el lingüista Luis Flórez, director del formidable Atlas lingüístico y etnográfico de Colombia. El actual director de la Academia es Jaime Posada.

Con motivo de la celebración de los 140 años, el presidente Juan Manuel Santos

“Todo lo que usted quiera, sí señor, pero son las palabras las que cantan, las que suben y bajan… Me prosterno ante ellas… Las amo, las adhiero, las persigo, las muerdo, las derrito… Amo tanto las palabras… Las inesperadas… Las que glotonamente se esperan, se acechan, hasta que de pronto caen… Vocablos amados…”

Comienzo mi discurso con este texto de un maestro indiscutible del idioma, que jugó y creó con las palabras hasta convertirlas en material de vida, de amor y de dolor.

Me refiero, por supuesto, al poeta de América, Pablo Neruda.

“Amo tanto las palabras”, decía Neruda, y hoy, en este aniversario de la Academia Colombiana de la Lengua, todos los aquí presentes nos afiliamos entusiastas a este sentimiento de veneración.

Porque somos palabras, así como somos pensamiento.

Porque con palabras discurrimos.

Con palabras soñamos.

Con palabras debatimos, convencemos o somos convencidos.

Con palabras descubrimos, nos enteramos, divagamos, nos enamoramos…

Y con palabras envueltas en papel –como si fueran un racimo de flores con pétalos de letras– venimos hoy a celebrar un aniversario más de su templo y baluarte en nuestro país, que no es otro que la Academia Colombiana de la Lengua.

140 años hace que don José María Vergara y Vergara, a su regreso de la Madre Patria, reunió en su casa bogotana a Miguel Antonio Caro y José Manuel Marroquín –quienes años después serían presidentes de la república– para sentar los cimientos de lo que sería nuestra academia.

Corría el año 1871 y un año atrás la Real Academia Española había promulgado el acuerdo que autorizaba la creación de academias correspondientes en los países hispanoamericanos.

No extraña en absoluto que haya sido Colombia la primera en responder a este llamado y en constituir su academia nacional.

Y digo que no extraña porque Colombia ha sido siempre, lo era entonces y lo es ahora, un país aficionado como pocos al cultivo de la palabra, al estudio de la gramática y a la defensa del buen uso del idioma.

Alguien dijo por ese entonces que en nuestro país se hablaba el mejor castellano del mundo y lo creímos de verdad, tanto que aún repetimos ese aserto a propios y extraños.

Lo cierto es que en nuestro suelo se daban silvestres los gramáticos como en España los toreros, en México los charros o en Argentina los gauchos.

Acabo de mencionar dos gramáticos e intelectuales que fueron presidentes de la república, pero la lista es mucho más extensa.

Abarca desde Santiago Pérez y Manuel María Mallarino, que fueron parte de los primeros doce académicos designados, pasando por Marco Fidel Suárez y Miguel Abadía Méndez –quien fuera director de la Academia–, hasta nuestro querido y admirado Belisario Betancur, actual miembro honorario.

Con Belisario se puede decir que las letras y la política, el arte y el derecho, la vocación y el liderazgo, se unieron en un matrimonio indisoluble, y ha sido, hasta hoy, el último de los gramáticos en el poder.

Y me quedaron varios por mencionar, porque en Colombia gobernar y hacer buen uso del idioma han ido muchas veces de la mano.

Ahora dicen que mandamos los economistas, pero debo aclarar, en mi beneficio, que soy un economista forjado entre tintas y linotipos, en el hermoso oficio del periodismo, y que aprecio el poder y la belleza de la palabra con el mismo entusiasmo que la gran mayoría de los colombianos.

Y hablando de periodismo, me es imposible no mencionar en este momento a un gran maestro del estilo que me enseñó lo que sé y lo que aplico en el arte de escribir y de hablar.

Me refiero a Jaime González Parra, recordado corrector de estilo de El Tiempo, lector empedernido y amante de la historia.

Yo digo que no aprendí a escribir cuando niño sino que realmente aprendí a los 31 años, cuando me nombraron subdirector de El Tiempo y mis editoriales y textos pasaban por la mirada afilada de Jaime González, que no perdonaba error.

“¡Qué diría Cuervo!”, me decía cuando utilizaba mal los gerundios o abusaba de los adjetivos o incurría en el odioso “que” galicado.

Y entonces, cada vez que me sentaba ante la máquina de escribir, aparecía ante mí, como un silente vigilante, la figura magistral del más grande gramático y filólogo de Colombia, y uno de los más importantes de la historia: Rufino José Cuervo.

¡Qué bueno que estos 140 años de la Academia Colombiana de la Lengua se celebren precisamente en este año, que es el “Año Cuervo” decretado por el Ministerio de Cultura en el primer centenario de su muerte!

Así como las Academias de la Lengua nos entregan obras tan importantes como las que se lanzan esta noche, Rufino José Cuervo, en una titánica labor solitaria, comenzó el monumental Diccionario de Construcción y Régimen de la Lengua Castellana, que sería terminado por el Instituto Caro y Cuervo, y merecedor del Premio Príncipe de Asturias.

En buena hora Gabriel García Márquez, nuestro Gabo, lo calificó como “la novela de las palabras”.

Porque las palabras son personajes de una historia que nunca se acaba de contar.

Y son personajes vivos, cambiantes, oscilantes, que a veces nos sorprenden y a veces se esconden, incluso de los más expertos.

Precisamente, recordé hace poco, cuando emitimos el sello postal conmemorativo de Cuervo, una anécdota al respecto que me pasó con Gabo en los años setentas.

Él vivía entonces en un pequeño apartamento en Cartagena, en la zona de Castillo Grande, en un edificio que se llamaba “La Máquina de Escribir”, y me invitó a almorzar.

Cuando llegué a la cita, lo encontré muy alterado, casi energúmeno, recorriendo su apartamento de un lado al otro, y diciendo “¡No puede ser! ¡No puede ser!”.

Le pregunté cuál era el motivo de su molestia y me dijo que llevaba dos días tratando de encontrar una palabra y que no podía recordarla.

– ¿Cómo es que se llama –me preguntó– ese juego que tanto les gusta a los gamines, en el que tiran monedas hacia una pared y el que quede más cerca gana las demás?

No supe contestarle, y con esa inquietud nos fuimos a almorzar.

Sin embargo, fui afortunado, porque ese olvido sirvió de pretexto para que Gabo me hablara, con la pasión que lo caracteriza, sobre lo que él llamaba la “carpintería de la literatura”, que no es otra cosa que la escogencia de la palabra precisa.

Si hubiéramos buscado en el diccionario de la Real Academia de la Lengua tal vez hubiéramos concluido que el juego que buscaba Gabo se llamaba “palmo” o tal vez “pique”, pero entonces estábamos confiando únicamente en la memoria.

Y la verdad es que las palabras parecen vivas ¡porque están vivas!

Bien ha dicho uno de los ilustres invitados de esta noche, don Víctor García de la Concha, quien fuera director de la Real Academia de la Lengua por doce años, que la lengua se hace en la calle y no en las academias.

Don Víctor –siguiendo el ejemplo de su predecesor, Fernando Lázaro Carrete¬r¬– nos ha indicado que la labor de la Academia no es tanto “pulir, limpiar y dar esplendor”, como se decía antes, sino más bien “velar por la unidad de la lengua”.

Tenemos el privilegio de hablar y escribir un hermoso idioma, con vocablos llenos de musicalidad.

Por eso en Colombia queremos compartir este tesoro y estamos construyendo, con el Ministerio de Cultura y el Instituto Caro y Cuervo, una política de gobierno para estimular la enseñanza del español como lengua extranjera.

Con la coordinación del Instituto Caro y Cuervo, estamos trabajando para articular las experiencias de las instituciones educativas colombianas, mejorar la calidad de sus programas y convocar a la comunidad internacional para que venga a nuestro país a aprender el español.

Si exportamos café, petróleo, flores, banano y esmeraldas, ¿por qué no exportar el buen uso del idioma, que es un bien tan valioso o más que los anteriores?

El español es, al fin y al cabo, la segunda lengua del mundo por número de habitantes nativos, el segundo idioma de comunicación internacional y el tercero más usado en internet.

A pesar de las particularidades locales, hoy podemos reunir a un español con un colombiano, un chileno, un cubano, un filipino hispanoparlante o un chicano, y todos pueden comunicarse.

Porque el lenguaje, en últimas, es eso: comunicación y entendimiento.

Hoy agradecemos a la Academia Colombiana de Lengua –que es, además, consultora oficial del Gobierno en asuntos lingüísticos– su trabajo por la unidad del idioma y por la incorporación de algunos términos muy colombianos en el léxico universal de nuestra lengua.

Para poner un ejemplo: si un extranjero me oye decir que un joven cachaco encontró un camello chévere en la Bolsa de Bogotá, es muy posible que no entienda que un oriundo de la ciudad, caracterizado por sus buenas maneras, consiguió un trabajo agradable en el mundo bursátil.

Si acaso se preguntará cómo pudo llegar un animal del desierto al centro financiero de la capital.

Por fortuna, gracias a nuestros académicos, hoy cualquiera puede entender la frase si busca en el Diccionario de la Real Academia, porque “cachaco”, “camello” y “chévere”, tal como los usamos, hacen parte de esta importante obra de consulta.

¡Y miren la importancia de las palabras! Hoy es noticia en todo el mundo que un tribunal de Murcia determinó que –bajo determinadas circunstancias– llamar “zorra” a la esposa no es un insulto.

¡A ver quién se atreve a aducir esta jurisprudencia ante su señora!

Lo cierto es que en Colombia –con usos que acepta la Real Academia– la palabra “zorra” y la palabra “perra” se asimilan a la mujer de la calle o de la mal llamada vida alegre.

Aunque también pueden denominar –¡caprichos del idioma!– un vehículo de tracción animal –como los que todavía se ven por Bogotá– o una borrachera en tercer grado.

Podríamos incluso hacer un concurso entre las dos palabras –zorra y perra– y no sabríamos cuál resulta peor epíteto.

Por eso recomiendo a todos los casados, con sentido práctico, que hagan como yo: que se abstengan de símiles animales, y que a sus señoras les digan, gentilmente, “mi amor”.

Así pues: muchas felicitaciones a la Academia Colombiana de la Lengua; a su director, el doctor Jaime Posada; a los demás miembros de su junta; a los académicos de número, correspondientes y honorarios, por estos 140 años que nos recuerdan el amor de los colombianos por la palabra.

Muchas felicitaciones también, querido Francisco Solé, a Editorial Planeta y su sello Espasa, por entregar al público, en tan magnífica edición, la Nueva Gramática y la Ortografía de la Lengua Española, producto del consenso entre las diversas academias de la lengua española en el mundo.

Ojalá muchos colombianos, y muchos hispanohablantes, leamos y hagamos buen uso de estas obras, que tienen tanto que enseñarnos y que nos sacarán de tantas dudas que a menudo nos asaltan.

Rufino José Cuervo decía que su única patria era la lengua, y la Academia Colombiana de la Lengua tiene un lema similar que hoy quisiera resaltar: “La lengua es la patria”.

Por eso, apreciados amigos, podemos decir que la labor que han cumplido desde 1871 ha sido, antes que nada, una labor de Patria y también una labor de amor, porque –al igual que Neruda– amamos las palabras y promovemos su buen uso.

El poeta chileno continuaba el texto con el que comencé esta intervención recordando que los conquistadores españoles se habían llevado muchas riquezas pero nos habían dejado el idioma.

Y concluía de esta manera, con lo que también concluyo mi discurso:

“Salimos perdiendo… Salimos ganando… Se llevaron el oro y nos dejaron el oro… Se lo llevaron todo y nos dejaron todo… ¡Nos dejaron las palabras!”.

Muchas gracias”.

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