Quien viva o haya vivido en Bogotá sabe que cuando alguien expresa que va a tomar las ‘onces’ está refiriéndose a comer la merienda, a ingerir las medias nueves o a “despistar” el hambre que a mitad de la mañana o de la tarde retuerce las entrañas del organismo y provoca que este clame por alimento.
Tomar las onces va más allá del hecho de comer. Las onces son un ritual social, son el momento de compartir con alguien con quien casi siempre se reproduce ese instante, así como el lugar de encuentro, y seguramente sin variaciones en el menú que se acostumbra pedir. Para los que obedezcan a la tradición, no hay duda de que la predilección es el chocolate con pan y queso, onces muy ‘cachacas’ y propicias para el clima de la Sabana. Otros prefieren opciones más light, más sofisticadas o, sencillamente, por razón de tiempo –con el valor que en el afán cotidiano de la ciudad implica ahorrarse unos minuticos–, las que tocan (verbigracia buñuelo con gaseosa en cualquier esquina).
En todo caso, sea cual sea el menú, tal como lo afirma Gabriel Pardo García-Peña, director del Instituto Distrital de Patrimonio Cultural, “las onces son algo muy bogotano, no tanto el hábito de tomarlas, sino la manera de nombrarlas”. Este término es un rasgo lingüístico propio de la Capital que tiene un origen muy particular.
En los albores del siglo XX existía en el barrio La Candelaria un convento franciscano. Los curas de esta congregación, habiendo probado todo tipo de alternativas para menguar los dolores físicos causados por el frío que en esta zona de la ciudad se torna en helaje, encontraron en la costumbre de uno de sus compañeros la solución. Había llegado de Manizales un franciscano que trajo, además de los elementos infaltables que debe llevar consigo un cura, unas botellas de aguardiente. Pronto, él y sus colegas de secta encontraron en el traguito una manera de atenuar el frío de sus cuerpos. En poco tiempo la provisión de ‘guaro’ que había traído el franciscano caldense se había agotado, lo que obligó a que los miembros de la congregación que ya no podían vivir sin la dosis salieran en busca de la bebida que ya les era “bendita”.
No obstante, por su condición de religiosos, y por los ojos inquisidores que socialmente se posan sobre sus actuaciones para encontrar tachas en alguien que en teoría es un “santo”, los curitas franciscanos no podían darse el lujo de pedir públicamente una copa del hoy popular licor, obstáculo que evadieron con una clave: referirse al aguardiente por el número de letras que componen la palabra con la que se nombra esa bebida alcohólica incolora, de sabor fuerte y dulzón: once. Así fue que los sacerdotes, para pedir un trago de esos que los ayudaba a contrarrestar el agobio de las bajas temperaturas, instauraron el código “deme un once”, que los tenderos encargados de surtirlos no demoraron en asimilar.
La expresión –que con el tiempo devino en el plural ‘onces’– no tardó en desparramarse y en contagiar el léxico bogotano que se iba gestando en el tejido social de la ciudad. Fue inicialmente un término que sirvió como clave, como secreto, no solo entre los franciscanos de marras, sino entre otros hombres que para confundir a sus esposas hacían uso del singular código, buscando así eludir que ellas restringieran su práctica viciosa. Luego, el término abandonó el terreno de lo misterioso y lo prohibido para ir instalándose como una expresión lingüística común entre los bogotanos, condición que culturalmente fue desarrollándose y que finalmente logró, en gran parte gracias a la particularidad de ser una forma única y llamativa que hace alusión a un hábito gastronómico que a su vez es un ritual social, y que se realiza a media mañana o a media tarde.